DISCURSO DEL SANTO
PADRE JUAN PABLO II
CON OCASIÓN DEL XVIII CONGRESO
INTERNACIONAL
DE LA SOCIEDAD DE
TRASPLANTES
Martes 29 de agosto de
2000
Ilustres señoras y señores:
1. Me
alegra saludaros con ocasión de este congreso internacional, en
el que os habéis reunido para reflexionar sobre el complejo y delicado tema de
los trasplantes. Agradezco a los profesores Raffaello Cortesini y Óscar
Salvatierra las amables palabras que me han dirigido. Saludo en particular a las
autoridades italianas presentes.
A todos
vosotros os expreso mi gratitud por la amable invitación a este encuentro, y
aprecio vivamente la disponibilidad que habéis manifestado para confrontaros con
la enseñanza moral de la Iglesia, la cual, respetando la ciencia y sobre todo
atenta a la ley de Dios, busca únicamente el bien integral del hombre.
Los
trasplantes son una gran conquista de la ciencia al servicio del hombre y no son
pocos los que en nuestros días sobreviven gracias al trasplante de un órgano. La
técnica de los trasplantes es un instrumento cada vez más apto para alcanzar la
primera finalidad de la medicina: el servicio a la vida humana. Por esto,
en la carta encíclica Evangelium vitae recordé que, entre los gestos que
contribuyen a alimentar una auténtica cultura de la vida "merece especial
reconocimiento la donación de órganos, realizada según criterios éticamente
aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a
enfermos tal vez sin esperanzas" (n. 86).
2. Sin
embargo, como acontece en toda conquista humana, también este sector de la
ciencia médica, a la vez que ofrece esperanzas de salud y de vida a muchos,
presenta asimismo algunos puntos críticos, que es preciso analizar a la luz de
una atenta reflexión antropológica y ética.
En efecto,
también en esta área de la ciencia médica, el criterio fundamental de valoración
debe ser la defensa y promoción del bien integral de la persona humana, según su
peculiar dignidad.
Por
consiguiente, es evidente que cualquier intervención médica sobre la persona
humana está sometida a límites: no sólo a los límites de lo que es
técnicamente posible, sino también a límites determinados por el respeto a la
misma naturaleza humana, entendida en su significado integral: "lo que es
técnicamente posible no es, por esa sola razón, moralmente admisible"
(Congregación para la doctrina de la fe, Donum vitae, 4).
3. Ante
todo es preciso
poner de relieve, como ya he afirmado en otra ocasión, que toda intervención de
trasplante de un órgano tiene su origen generalmente en una decisión de gran
valor ético: "la decisión de ofrecer, sin ninguna recompensa, una parte
del propio cuerpo para la salud y el bienestar de otra persona" (Discurso a los
participantes en un congreso sobre trasplantes de órganos, 20 de junio de 1991,
n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de agosto de
1991, p. 9). Precisamente en esto reside la nobleza del gesto, que es un
auténtico acto de amor. No se trata de donar simplemente algo que nos pertenece,
sino de donar algo de nosotros mismos, puesto que "en virtud de su unión
sustancial con un alma espiritual, el cuerpo humano no puede ser reducido a un
complejo de tejidos, órganos y funciones, (...) ya que es parte constitutiva de
una persona, que a través de él se expresa y se manifiesta" (Congregación para
la doctrina de la fe, Donum vitae, 3).
En
consecuencia, todo procedimiento encaminado a comercializar órganos humanos o a
considerarlos como artículos de intercambio o de venta, resulta moralmente
inaceptable, dado que usar el cuerpo "como un objeto" es violar la dignidad de
la persona humana.
Este primer
punto tiene una consecuencia inmediata de notable relieve ético: la
necesidad de un consentimiento informado. En efecto, la "autenticidad" humana de
un gesto tan decisivo exige que la persona sea debidamente informada sobre los
procesos que implica, de forma que pueda expresar de modo consciente y libre su
consentimiento o su negativa. El consentimiento de los parientes tiene su
validez ética cuando falta la decisión del donante. Naturalmente, deberán dar un
consentimiento análogo quienes reciben los órganos donados.
4. El
reconocimiento de la dignidad singular de la persona humana implica otra
consecuencia: los órganos vitales singulares sólo pueden ser extraídos
después de la muerte, es decir, del cuerpo de una persona ciertamente muerta.
Esta exigencia es evidente a todas luces, ya que actuar de otra manera
significaría causar intencionalmente la muerte del donante al extraerle sus
órganos. De aquí brota una de las cuestiones más recurrentes en los debates
bioéticos actuales y, a menudo, también en las dudas de la gente común. Se trata
del problema de la certificación de la muerte. ¿Cuándo una persona se ha de
considerar muerta con plena certeza?
Al respecto,
conviene recordar que existe una sola "muerte de la persona", que consiste en la
total desintegración de ese conjunto unitario e integrado que es la persona
misma, como consecuencia de la separación del principio vital, o alma, de la
realidad corporal de la
persona. La muerte de la persona, entendida en este sentido
primario, es un acontecimiento que ninguna técnica científica o método empírico
puede identificar directamente.
Pero la
experiencia humana enseña también que la muerte de una persona produce
inevitablemente signos biológicos ciertos, que la medicina ha aprendido a
reconocer cada vez con mayor precisión. En este sentido, los "criterios" para
certificar la muerte, que la medicina utiliza hoy, no se han de entender como la
determinación técnico-científica del momento exacto de la muerte de una persona,
sino como un modo seguro, brindado por la ciencia, para identificar los signos
biológicos de que la persona ya ha muerto realmente.
5. Es
bien sabido que, desde hace tiempo, diversas motivaciones científicas para la
certificación de la muerte han desplazado el acento de los tradicionales signos
cardio-respiratorios al así llamado criterio "neurológico", es decir, a la
comprobación, según parámetros claramente determinados y compartidos por la
comunidad científica internacional, de la cesación total e irreversible de toda
actividad cerebral (en el cerebro, el cerebelo y el tronco encefálico). Esto se
considera el signo de que se ha perdido la capacidad de integración del
organismo individual como tal.
Frente a los
actuales parámetros de certificación de la muerte -sea los signos "encefálicos"
sea los más tradicionales signos cardio-respiratorios-, la Iglesia no hace
opciones científicas. Se limita a cumplir su deber evangélico de confrontar los
datos que brinda la ciencia médica con la concepción cristiana de la unidad de
la persona, poniendo de relieve las semejanzas y los posibles conflictos, que
podrían poner en peligro el respeto a la dignidad humana.
Desde esta
perspectiva, se puede afirmar que el reciente criterio de certificación de la
muerte antes mencionado, es decir, la cesación total e irreversible de toda
actividad cerebral, si se aplica escrupulosamente, no parece en conflicto con
los elementos esenciales de una correcta concepción antropológica. En
consecuencia, el agente sanitario que tenga la responsabilidad profesional de
esa certificación puede basarse en ese criterio para llegar, en cada caso, a
aquel grado de seguridad en el juicio ético que la doctrina moral califica con
el término de "certeza moral". Esta certeza moral es necesaria y suficiente para
poder actuar de manera éticamente correcta. Así pues, sólo cuando exista esa
certeza será moralmente legítimo iniciar los procedimientos técnicos necesarios
para la extracción de los órganos para el trasplante, con el previo
consentimiento informado del donante o de sus representantes legítimos.
6. Otra
cuestión de gran importancia ética es la de la asignación de los órganos
donados, mediante listas de espera o establecimiento de prioridades. A pesar de
los esfuerzos por promover una cultura de donación de órganos, los recursos de
que disponen actualmente muchos países resultan aún insuficientes para afrontar
las necesidades médicas. De aquí nace la exigencia de elaborar listas de espera
para trasplantes, según criterios claros y bien razonados.
Desde el
punto de vista moral, un principio de justicia obvio exige que los criterios de
asignación de los órganos donados de ninguna manera sean "discriminatorios" (es
decir, basados en la edad, el sexo, la raza, la religión, la condición social,
etc.) o "utilitaristas" (es decir, basados en la capacidad laboral, la utilidad
social, etc.). Más bien, al establecer a quién se ha de dar precedencia para
recibir un órgano, la decisión debe tomarse sobre la base de factores
inmunológicos y clínicos. Cualquier otro criterio sería totalmente
arbitrario y subjetivo, pues no reconoce el valor intrínseco que tiene toda
persona humana como tal, y que es independiente de cualquier circunstancia
externa.
7. Una
última cuestión se refiere a la posibilidad, aún en fase experimental, de
resolver el problema de encontrar órganos para transplantar al hombre: los
así llamados xenotrasplantes, es decir, trasplantes de órganos procedentes de
otras especies animales.
No pretendo
afrontar aquí detalladamente los problemas suscitados por ese procedimiento. Me
limito a recordar que ya en 1956 el Papa Pío XII se preguntó sobre su
licitud: lo hizo al comentar la posibilidad científica, entonces
vislumbrada, del trasplante de córneas de animal al hombre. La respuesta que dio
sigue siendo iluminadora también hoy: en principio -afirmó- la licitud de
un xenotrasplante exige, por una parte, que el órgano trasplantado no menoscabe
la integridad de la identidad psicológica o genética de la persona que lo
recibe; y, por otra, que exista la comprobada posibilidad biológica de realizar
con éxito ese trasplante, sin exponer al receptor a un riesgo excesivo (cf.
Discurso a la Asociación italiana de donantes de córnea, clínicos oculistas y
médicos forenses, 14 de mayo de 1956).
8. Al
concluir, expreso mi esperanza de que la investigación científica y tecnológica
en el campo de los trasplantes, gracias a la labor de tantas personas generosas
y cualificadas, siga progresando y se extienda también a la experimentación de
nuevas terapias alternativas al trasplante de órganos, como las prometedoras
invenciones recientes en el área de las prótesis. De todos modos, se deberán
evitar siempre los métodos que no respeten la dignidad y el valor de
la persona.
Pienso, en particular, en los intentos de clonación humana con
el fin de obtener órganos para trasplantes: esos procedimientos, al
implicar la manipulación y destrucción de embriones humanos, no son moralmente
aceptables, ni siquiera cuando su finalidad sea buena en sí misma. La ciencia
permite entrever otras formas de intervención terapéutica, que no implicarían ni
la clonación ni la extracción de células embrionarias, dado que basta para ese
fin la utilización de células estaminales extraíbles de organismos adultos. Esta
es la
dirección por donde deberá avanzar la investigación si quiere
respetar la dignidad de todo ser humano, incluso en su fase embrionaria.
Para
afrontar todas estas cuestiones, es importante la aportación de los filósofos y
de los teólogos. Su reflexión sobre los problemas éticos relacionados con la
terapia de los trasplantes, desarrollada con competencia y esmero, podrá ayudar
a precisar mejor los criterios de juicio sobre los cuales basarse para valorar
qué tipos de trasplante pueden considerarse moralmente admisibles y bajo qué
condiciones, especialmente por lo que atañe a la salvaguarda de la identidad
personal de cada individuo.
Espero que
los líderes sociales, políticos y educativos renueven su compromiso de promover
una auténtica cultura de generosidad y solidaridad. Es preciso sembrar en
el corazón de
todos, y especialmente en el de los jóvenes, un aprecio genuino y profundo de la
necesidad del amor fraterno, un amor que puede expresarse en la elección de
donar sus propios órganos.
Que el Señor
os sostenga a cada uno de vosotros en vuestro trabajo y os guíe a servir al
verdadero progreso humano. Acompaño este
deseo con mi bendición.